Desperté como casi todos los días: desvelada, con antojo de chococrispis y sin gran idea de dónde me encontraba. Las primeras horas transcurrieron como de costumbre. Entre bañarme, vestirme, peinarme, comerme una clara de huevo cruda en ayunas, darle su bocado al gato y tomar valor para abandonar la cama (no en ese orden, necesariamente) se me fue el tiempo. Cuando empecé a ordenar mi mochila para irme al consulado y luego a mi examen, noté su ausencia. No traía lentes.
Muy bien, solo era cuestión de ir hasta la cajita que está junto a mi cama y sacarlos. Mmmh, no están ahí, entonces están en el primer cajón del mueble. Nada. Ah, quizá los dejé en el baño. No, ahí tampoco. Sobre la computadora, junto a mi libro, detrás de la grabadora, en el brazo del sillón, en la mesa de la sala, en el atril, en la bolsa de papeles, debajo de ese montón de ropa sucia. Nada. No estaban. En honor a algunas travesuras infantiles de mi hermano y ante los pobres resultados de mis búsquedas previas, busqué hasta en el refri.
La gente que usa lentes sabe que muchos de estos episodios se resuelven caminando frente a un espejo (y notando, con no poca vergüenza, que uno los trae puestos), pero despúes de 20 minutos de búsqueda infructuosa empecé a desesperar. Decidí ponerme algo de orden y empecé por delimitar el problema. Primero en el tiempo: mis amigos confirmaron que anoche los traía puestos. Despúes, en el espacio: anoche no salí para nada, así que deben estar en mi casa. Ergo: a poner todo de cabeza hasta que aparezcan.
Ahora tengo junto a mí una pluma roja, una moneda de 5 pesos, la receta de la lasaña, montones de pelusa y el departamento hecho un desastre. De los lentes, ni sus luces. En este momento, decidida a tomar un descanso, se me ocurren un par de maneras de atacar el problema con más método.
Si me encuentran en la calle en estos días y no los saludo, no se ofendan. En mi condición de topo me limito a sonreirle tímidamente a la gente hasta tenerla a una distancia suficientemente corta como para saber siquiera hacia donde están mirando (50 centímetros, aproximadamente). Si necesito una distancia menor, tampoco me reclamen. No es que su rostro sea demasiado difuso para reconocerlo. Es que quizá me esté agradando demasiado y necesite verlo con más detenimiento.
Update: Ya los encontré. A la mañana siguiente tuve un arranque de inspiración zen y saliendo de la cama me fui derechito al sillón y los encontré casi con los ojos cerrados (que, dado mi astigmatismo, era casi lo mismo que tenerlos abiertos).
Muy bien, solo era cuestión de ir hasta la cajita que está junto a mi cama y sacarlos. Mmmh, no están ahí, entonces están en el primer cajón del mueble. Nada. Ah, quizá los dejé en el baño. No, ahí tampoco. Sobre la computadora, junto a mi libro, detrás de la grabadora, en el brazo del sillón, en la mesa de la sala, en el atril, en la bolsa de papeles, debajo de ese montón de ropa sucia. Nada. No estaban. En honor a algunas travesuras infantiles de mi hermano y ante los pobres resultados de mis búsquedas previas, busqué hasta en el refri.
La gente que usa lentes sabe que muchos de estos episodios se resuelven caminando frente a un espejo (y notando, con no poca vergüenza, que uno los trae puestos), pero despúes de 20 minutos de búsqueda infructuosa empecé a desesperar. Decidí ponerme algo de orden y empecé por delimitar el problema. Primero en el tiempo: mis amigos confirmaron que anoche los traía puestos. Despúes, en el espacio: anoche no salí para nada, así que deben estar en mi casa. Ergo: a poner todo de cabeza hasta que aparezcan.
Ahora tengo junto a mí una pluma roja, una moneda de 5 pesos, la receta de la lasaña, montones de pelusa y el departamento hecho un desastre. De los lentes, ni sus luces. En este momento, decidida a tomar un descanso, se me ocurren un par de maneras de atacar el problema con más método.
- A lo Bolsano-Weistrass. Como mi departamento es cerrado y acotado, trazaré una línea entre el piso de arriba y el piso de abajo (por sencillez y sin pérdida de generalidad no tomaremos en cuenta las escaleras). Los lentes tienen que estar en alguno de los dos pisos. A ese piso lo dividiré con una línea paralela a Reforma. Los lentes tienen que estar en alguna de las dos partes. A esa parte la dividiré con una línea paralela a Matamoros. Los lentes tienen que estar en alguna de las dos partes. Nuevamente, trazaré una línea paralela a Reforma y así seguiré con la plena seguridad de convergir a mis lentes.
- Geométricamente. Haré una inversión de mi departamento tomando como centro un punto dentro de la cajita donde anoche debí haber puesto mis lentes. Espero que los vecinos no se quejen.
Si me encuentran en la calle en estos días y no los saludo, no se ofendan. En mi condición de topo me limito a sonreirle tímidamente a la gente hasta tenerla a una distancia suficientemente corta como para saber siquiera hacia donde están mirando (50 centímetros, aproximadamente). Si necesito una distancia menor, tampoco me reclamen. No es que su rostro sea demasiado difuso para reconocerlo. Es que quizá me esté agradando demasiado y necesite verlo con más detenimiento.
Update: Ya los encontré. A la mañana siguiente tuve un arranque de inspiración zen y saliendo de la cama me fui derechito al sillón y los encontré casi con los ojos cerrados (que, dado mi astigmatismo, era casi lo mismo que tenerlos abiertos).
4 comentarios:
Ya los encontraste?? Me metí con la esperanza de saber que había pasado, jaja.
Sí, pequeña. Así que mi identidad secreta sigue tan a salvo como la de Clark Kent :)
Me da gusto que sigas los consejos de tu madre, esa clara en ayunas te va a aliviar de tus males..
¡Madre! ¿Eres tú? Porque no recuerdo haberle dicho a nadie el origen de mi infausto desayuno.
¡Viva! Te quiero.
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