Por primera vez soñé que tenía un hijo.
Aún era pequeño, dos años acaso. Vestía pantalones de mezclilla y un suéter mullido y oscuro, de aspecto casi gastado; de perro, como les digo. Estaba parado en medio de una habitación, con los brazos recogidos y la barbilla sobre los puños. Miraba algo cerca del piso con cara de puchero o de sueño, que en mi familia es casi lo mismo. Yo me acercaba y él se dejaba levantar sin prestarme atención. No separaba los brazos del cuerpo, sólo los acomodaba en mi pecho mientras recargaba su rostro en mi hombro. Caminaba con él mientras le mesaba los cabellos y hundía mi nariz en su cuello para aspirar con fuerza ese olor de algodón que perdemos al empezar a hablar. No cerraba los ojos pese a estar cansado, pero hacía esa pequeña mueca de cuando él o yo nos sentimos estafados. Después de unos pasos nos perdíamos entre las sombras.
Desperté con una única inquietud, un detalle que no se acomoda en ningún plano, real, inconsciente o imaginario. Algo que no alcanzo a interpretar, pese a ser tan simple: ese niño era rubio.
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