lunes, diciembre 17, 2007

El cerro rico del Potosí

Fui de Sucre a Potosí con la intención de estar solo unas horas. No sabía mucho de aquel lugar, pero había decidido pasarme el año nuevo en la capital constitucional, así que mi visita era de pisa y corre. Quería dar una vuelta por el centro del lugar y visitar una mina, no más.

De la ciudad me decepcioné bien pronto. El lugar no era nada lindo y los edificios como la catedral y el cabildo estaban siendo remozados (refaccionados, como dicen allá). Pronto encontré un paseo hacia el cerro del Potosí y esperé conforme la hora en que iniciaría.

Eramos seis turistas en total. Todos excepto yo, teutones. Uno de los guías hablaba fluidamente en alemán con los cuatro que iban en grupo mientras el último conversaba conmigo en un español acre, pero muy bueno. Para mi sorpresa, la combi en la que íbamos se detuvo de pronto en una calle cualquiera cuando se suponía que nos dirigíamos al Cerro. No se veía nada alrededor, ya no digamos una plaza, ni siquiera una tienda. Nos condujeron hacia una puerta desvencijada y desconfié de la situación. No me pregunten porqué, pero me tranquilicé cuando vi a uno de los guías saludando cariñosamente a un perro.

Al fondo de la casa había un cuarto con pertrechos para mineros. Nos repartieron casacas y pantalones para cubrir nuestras ropas, cambiamos nuestros zapatos por botas de hule y nos ajustaron cascos con sendas lámparas y pilas, éstas últimas, pesadísimas. Nos veíamos ridículos.

De vuelta a la combi creí que, ahora sí, iríamos al cerro. Falso. Nos detuvimos en una calle muy animada con varios comercios y gente yendo de arriba abajo. Ahí me di cuenta que había dos niñas con nosotros, eran hermanas de uno de los guías. Ellas, el alemán con el que había estado platicando y yo entramos a una de las tiendas donde apenas cabíamos. El lugar era oscuro y tenía viejos anaqueles de madera ennegrecidos por el tiempo. Había cartuchos de dinamita, bidones de combustible, botellas de alcohol y cantidad de otros objetos amontonados aquí y allá. El alemán gastó una cantidad decente de dinero en una serie de cosas que el guía le puso delante. Yo solo pagué 3 bolivianos por una bolsa de hojas de coca.

Ya no hubo más escalas, por fin íbamos al Cerro. El en camino el guía nos contó el modo en el que actualmente se explota éste. Existen cooperativas que controlan uno o varios tiros de la mina. La gente busca asociarse a los que considera más productivos, pero lo único que obtienen es el derecho de acceso porque en realidad no hay organización laboral de ninguna clase. Una vez adentro deben luchar por un espacio para excavar y terminan sacando lo que puedan cargar por ellos mismos. Los más adinerados pueden contratar trabajadores y se las arreglan para ejercer su control sobre las áreas más privilegiadas de la mina, mientras que los más sencillos deben conformarse con los pasadizos más pobres o menos accesibles.

El guía nos contó que su padre había trabajado toda su vida para la misma cooperativa. Él y sus conocidos se cuidaban unos a otros cuando encontraban alguna veta. Se turnaban para que siempre hubiera alguien en el lugar para así no perder el producto de su trabajo, por magro que fuera. Trabajando así, a destajo, el hombre se acabó los pulmones, las rodillas, la piel, los ojos. Al cabo de los años se quedó sin nada. Aunque tuvo oportunidades de dedicarse a otros oficios, nunca las tomó. El guía observó que la gran mayoría de los mineros son como los adictos al juego. Siempre están a la espera de un golpe de suerte que cambie sus vidas para siempre. Entre ellos circulan sin cesar las historias de aquellos que consiguieron cambiar su fortuna gracias a la mina, al Cerro Rico. No les importa si eso ocurrió hace 20 o 30 años, si la riqueza obtenida fue en realidad efímera o si toda la historia no es más que una mentira. Siguen esperando, apostando su vida en ello. Están los que se aferran a un solo tunel, como los jugadores que siempre ponen sus fichas sobre un único número. También hay quienes suben y bajan por los tiros con la misma ansiedad de aquellos que pasean entre las mesas sin poder decidir si harán su última apuesta en la ruleta o en el black jack. Pero esto no es un casino. Aquí no solo se trata de perder dinero, también se deja la vida. Aparte de los incontables accidentes, los derrumbes, las inundaciones; además de la merma constante de la salud, de la continua disminución de las capacidades de la gente, hay otros peligros. No recuerdo si los hechos ocurrieron cuando el guía o su padre eran niños, pero en realidad no importa. Ocurrió un día que dos cooperativas empezaron a encontrar indicios en la tierra de que se acercaban a una veta importante. Quizá de plata, si es que algo queda. Cada día bajaban más mineros para trabajar a marchas forzadas y así poder adjudicarse por completo el derecho del descubrimiento. Pero ocurrió lo peor: aunque por lados opuestos, llegaron al mismo tiempo. Se desató entonces una batalla encarnizada entre los bandos. Todos tomaron partido esperando hacerse con algo de la gloria del vencedor. Potosí se dividió en dos y los enfrentamientos, las peleas, no se hicieron esperar. Bien pronto ocurrieron los primeros asesinatos y las represalias por éstos llevaron a que se cometieran más. Las traiciones también eran frecuentes. Los mineros cambiaban de bando según parecía convenirles. Algunos que creían bajar con amigos no volvían más. Pronto la ciudad se volvió ingobernable. Nadie parecía querer mediar, mucho menos interferir. El poder económico terminó por zanjar la cuestión. Alguien puso más dinero sobre la mesa y terminó llevándose las ganancias. Dicen que siempre es así: el metal deja la tierra, pero la sangre se queda en ella.

Con historias así bajamos a la mina. Subimos antes de lo planeado porque una vez abajo sentí cómo yo iba desapareciendo, cómo cada uno de mis sentidos dejaba de funcionar, cómo mi mente se apagaba, se oscurecía y se negaba a responder. El calor había cerrado mi garganta, el polvo cegado mis ojos y el cansancio antes que el miedo se apoderaron de mi cuerpo. Logré salir porque una pequeña luz quedó encendida en mi cabeza, una ligera conciencia de que eso no era el final. Y tuve razón.

Díganme si no.

3 comentarios:

Grimalkin dijo...

Gracias a ti.

Anónimo dijo...

Realmente valen la pena esos sacrificios?

A veces me pregunto si mi deseo de riquezas me pondra en un situacion asi y que haria en caso de que asi fuera...

http://verbotenreich.spaces.live.com

"Primo Ego"

Grimalkin dijo...

Los míos sí...