En el pueblo de mi abuela, cuando ella era niña, se retrataba a la gente recién fallecida para que la familia pudiera conservar un recuerdo del difunto. Era un gasto significativo, pero un momento como ese no era para reparar en detalles. Sólo así podían inventarle padre a algunos niños, los maridos al fin le enseñarían la lengua a sus esposas, el pretendiente conquistaría nuevos corazones con las pruebas de su trágico pasado en la mano y, principalmente, se sanjarían las discusiones futuras de las ancianas acerca de a cuál de las tías abuelas se parece la sobrina, ¿a la que vestimos de blanco o la que le pusimos corona?
En las casas más previsoras llegaba a tomarse la fotografía cuando el enfermo estaba en los primeros estertores de la muerte para aprovechar el gasto y salir todos juntos. "¡Ya está boqueando!" gritaba alguien y un chamaco salía corriendo a avisar al fotógrafo. La señora se apuraba a poner la colcha nueva en la cama, meter al cuarto el jarrón de la sala, enderezar la imagen de la Virgen del Retorno, gritarle a la muchacha que juntara a los escuincles y les limpiara los mocos para que no fueran a salir así, ponerle un rosario al moribundo, acomodarle la camisa, limpiarle la baba, enderezarle la cara, aplacarle los cabellos y rezarle un Padre Nuestro para que no se muriera tan pronto y le diera chance de ir a darse una manita de gato, ¿sí?. Mientras, el marido iba a la sala a recibir los pésames anticipados de los principales del pueblo y a contener a la oleada de chismosos, que las más de las veces eran el mismo conjunto.
La enfermedad siempre daba problemas. Si era tuberculosis el enfermo no dejaba de toser y el fotógrafo hacía coraje porque la imagen salía movida y le echaban a perder el ambiente. Si la bronca era intestinal, a soplarse el tufo encerrado de días en lo que duraba la toma, con buena cara y todo; nunca faltaba el niño que acababa vomitando. Si la senilidad era la cuestión era probable que el desahuciado, tan tranquilito hasta ahora, pegara gritos espantosos en el úlitimo minuto y le metiera un susto de los mil demonios a todos los presentes.
Una vez tomada la foto y ya con todos más relajados, le avisaban al sacristán. Si alcanzaba a dar los Santos Óleos, bien, si no, ni modo.
sábado, agosto 04, 2007
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6 comentarios:
Me encanta tu manera de escribir estas anécdotas.
Muchos besitos.
Nomás no le digas a mi abuelita, porque me mata. :)
Este texto es, posiblemente, el que me más me ha gustado de los que te he leído. Recuerdo haber encontrado, cuando era niño, la foto de un tío fallecido a los 3 ó 4 años. Me preguntaba qué estaba haciendo tendido, vestido como San Ramón, con túnica y todo, rodeado de nardos y gladiolas. Me impresionaban sus ojos, hinchados y ligeramente entreabiertos. Lo cierto es que no relacioné en ese momento su imagen con la muerte, sólo me causaba curiosidad, pero nada más.
Besto enorme hasta México.
Cuando murieron mis abuelitos, mi papá y yo revisamos todas las fotos que tenían. Entre ellas salió una de mi tatarabuelo. Muerto. Y era idéntico a mi papá. Obviamente yo conservo la foto porque a mi papá le pareció demasiado tétrica. A mí me ganó la historiadora que llevo dentro (así me gusta llamarle a mi manía de guardar miles de cosas inservibles).
Sin embargo mi familia parece no tener ninguna fotografía de ese tipo.
Debe ser desconcertante ver en su lecho de muerte a alguien que tiene tu misma sangre.
Magdalene, Darth Tradd:
Gracias por sus comentarios.
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