El recinto es negro y cinco círculos de luz forman una cruz en el piso. Hay sillas alineadas como triángulos en las secciones sin iluminar. Tomo asiento en una de ellas mientras miro a una geisha ir silenciosa de un lado a otro del peculiar escenario. Posa su atención en mí y sonriente me invita a sentarme en el vértice de uno de estos triángulos. Ella va y viene jugando con nosotros, nos quita las cosas, peina a algunos, coquetea con otros, reacomoda a todos. Repara en mis botas e intenta quitármelas. Me rehuso activa, mímicamente y ella me gruñe. Así pasan la primera y la segunda llamadas.
Justo antes de la tercera me siento en un parque de diversiones: los altavoces anuncian que, por nuestra propia seguridad, permanezcamos en nuestros lugares y no saquemos ni piernas ni brazos. ¿Escuché bien? Apenas empiezo a reflexionar sobre la adevertencia cuando oigo un estrépito de pasos, siento una ráfaga de aire y un ligero golpe en la cara. El sensei, el sensei Turbo acaba de brincar sobre mí y su túnica me ha dado en el rostro. Él y su aprendiz están enfrascados en el combate y tan perdidos en él que no les importa si en algún lance se llevan, por casualidad, la cabeza de algún espectador.
Y en verdad esto es como la montaña rusa. El sensei y su aprendiz pasan por todos los estadios posibles. Luchan como rivales mortales, beben como grandes camaradas, ríen por los grandes golpes asestados, se disculpan por los rasguños menores, huyen del enemigo común e insuperable. Se bromean, se insultan, se enojan, se emberrinchan, se cansan, se retan, se matan. Sólo les falta "cortarlas", como en la primaria. La geisha, apartada e inmóvil las más de las veces, equilibra. Arma a los oponentes, los separa, los azuza, los alimenta, los regaña, los pone en su lugar. Pero también ve su suerte cuando le pasa lo que a Pampa Hash: a la geisha la posee el ritmo.
Aunque la mayor parte del tiempo uno no para de reír, en esta obra hay un conflicto y este conflicto lo carga el aprendiz. Su objetivo es derrotar al sensei. Salir victorioso del combate es el logro supremo por el que ha soportado tanto y tan duro entrenamiento. Sólo así podría dejar el segundo plano en el que se encuentra relegado y ser observado por su maestro como un igual. Pero si lo hace, éste necesariamente tendría que caer de su gracia. La admiración que siente hacia el sensei dejaría de tener sentido y su lucha, su camino juntos, llegaría a su fin.
Esta obra es coreográficamente demandante para los actores, por sus grandes explosiones de movimiento y coordinación. Sus movimientos son ágiles y precisos. Se manejan muy bien incluso en la obscuridad. Ellos, además de echar mano de todos sus recursos para llevarnos de las bromas simples a los momentos trágicos, del sword time al monólogo reflexivo, tienen que improvisar en medio de un público mayormente reacio y poco participativo que ve con espanto que la clásica barrera entre espectáculo y espectador no existe.
Aunque es posible que este sábado cruzara por sus mentes que un público pasivo no es tan mala idea. Porque en algún momento el aprendiz me jaló hacia la escena para que lo cuidara de su sensei, quien me puso en las manos una melladísima katana y me pidió que lo golpeara. A mí me brillaron los ojitos y me dieron ganas de perseguirlo a golpes por todo el escenario. Yo creo que se dieron cuenta de mis negras intenciones porque el aprendiz no me soltaba, so pretexto de darme un masaje para relajarme antes del combate, y el sensei me dijo un par de veces que me calmara, mientras la geisha se hacía prudentemente a un lado. Al final le pegué (muy leve, por cierto) y los tres salieron corriendo despavoridos, dejándome sola en medio de todo el mundo. En vez de irme a sentar me quedé ahí esperando a que regresaran y vaya que se tardaron en hacerlo. Cuando por fin se animaron a volver, el sensei y el aprendiz se rindieron a mis pies y la geisha, que al principio me gruñía, ahora me dedicaba grandes sonrisas. Después, con gran ceremonia, los tres me llevaron de vuelta a mi lugar.
Si se animan a ir, háganme un favor. Pésquense a alguna de las viejitas que no se pierden las presentaciones del Taller Coreográfico porque así se acuerdan de lo bonito que bailaban ellas, métanla a la obra, siéntela hasta adelante y esperen.
sábado, agosto 11, 2007
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7 comentarios:
hola!...sólo diré dos cosas: que me encanta como escribes, sobretodo por el ritmo que tienes y la buenísima ortografía que te cargas...y dos, que todo lo que aquí leo me motiva de diversas maneras...gracias...
un abrazo :)
Roger, amigo:
A mí me motiva saber que estás del otro lado de la red.
Te mando un abrazo enorme.
A mí también me encanta como escribes, en especial estas dos entradas, no me permitieron despegar un momento los ojos de la pantalla.
Te quiero un titipuchal.
Y, como habrás notado, vencí mi neurosis de no publicar más de una entrada por día :)
Yo también te adoro, Pequeña.
Y yo aquí viendo las Obras Improvisadas de Bill Shakespeare...
No cabe duda, me encanta ir al teatro. Algún día tendremos un teatro decente en Guadalajara, algún día...
Considera que cuando Shakespeare empezó el mundo era más joven. Necesariamente había que improvisar.
Pero hablamos de Bill, no de William. Bill ha sido citado por el Rey y la Reina para actuar en la Corte Real. Desafortunadamente Bill no ha escrito nada en meses y no alcanza a escribir una obra nueva a tiempo y tampoco puede rechazar el asistir a la Corte. Por suerte Bill recuerda que un viejo italiano le contó de una forma de hacer teatro llamada Commedia Del Arte donde grandes porciones del guión se hacían por medio de sugerencias de la audiencia.
¡Y así, con la asistencia de la Liga de Deportes Teatrales de Vancouver, nacen Las Obras Improvisadas de William Shakespeare!
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