Cuando mi mamá era una niña, su abuela le contaba historias de fantasmas a ella y a sus hermanos a la luz de una vela. Todos la escuchaban con gran emoción, apiñonados en un rincón para sentir menos miedo. Luego los mandaba al baño, que era una letrina que estaba al final de un terreno sin alumbrado. El gusto de María Bazán era dejarlos avanzar todos juntitos hasta el punto más oscuro y luego gritarles "¡Ahí viene el diablo!" para ver a sus nietos correr en todas direcciones como pollitos espantados. A veces le dolía la panza de tanta risa. Después abrazaba a sus nietos y los cubría de besos prometiéndoles que no los asustaría más. Pero a la noche siguiente volvía a hacer lo mismo.
Imagino que mi gusto por los cuentos de espantos es heredado. Esa presión en el pecho, los latidos cada vez más acelerados y ese silencio casi absoluto en el que crees escuchar un zumbido que pronuncia tu nombre. Todo eso está muy bien para leerlo en un libro, para que alguien te lo cuente, pero otra cosa es vivir así. Atisbar a alguien en el fondo de la habitación un instante antes de apagar la luz, sentir una mirada penetrante en la nuca o escuchar pasos que suben por la escalera. Sentir que están a punto de tomar tu mano, de tocar tu hombro, de susurrar en tu oído y saberte completamente solo. Así es vivir en este lugar que estuvo vacío por años porque la gente no soportaba esas insignificancias. Unos las aguantaron mejor que otros pero ninguno de los inquilinos anteriores pasó de los tres meses. Una señora gritaba todas las noches que estaban a punto de alcanzarla, que ya subían por la escalera e iban a matarla. ¿Quienes? Uno de mis vecinos, un niño hace 30 años enmudeció por meses después de haberse asomado a la ventana.
Después llegó mi madre y no dejó de sorprenderle que un lugar tan grande y bien ubicado estuviera siendo rentado por tan poco, pero nadie le dijo nada y ella estaba demasiado apurada como para ponerse a averiguar. Y a todos, mis padres, mis tíos, poco a poco les fue ocurriendo algo. El común denominador era la inmovilidad total ante una visión que nadie más tenía; la frustración y la impotencia de no poder pronunciar palabra mientras sentían como si una brea estuviera adentrándose en sus mentes. Los demás veían cómo un sudor frío recorría sus rostros palidísimos, pero nada más. Los afectados ni siquiera podían balbucear y algunos terminaron por desmayarse.
Intentaron los métodos convencionales para estos casos: rosarios, agua bendita, veladoras consagradas. Nada. Después de muchos intentos infructuosos, la abuela de mi madre llevó las cosas a las ligas mayores. Podía conseguir un trozo de Cirio Pascual, pese a que es penadísimo cortarlo. Solo faltaba un cura que aceptara usarlo y realizar así una especie de exorcismo. Cuando mi madre lo encontró le explicaron que el ritual sellaría la casa por completo, ningún espíritu ni bueno ni malo podría entrar. Para ese entonces María Bazán y mi tío Alfredo habían muerto y mi madre no quiso dejar a su abuela y a su cuñado fuera. Decidió dejar las cosas por la paz y aceptar lo que pudiera ocurrir. Con el tiempo las cosas se fueron calmando, aunque no del todo: en un día de muertos las alacenas amanecieron abiertas y con los trastes cambiados de lugar; en otra ocasión a uno de mis primos lo despertó un niño que lo invitaba a ir a jugar. Después todos nos mudamos y el hermano de mi madre que se quedó aquí no volvió a tocar el tema.
Pero hay días en que José observa fijamente en una dirección mientras su lomo empieza a erizarse y yo no me atrevo a mirar. Hay ocasiones en que siento como si alguien avanzara hacia a mí en la obscuridad absoluta. A veces tengo miedo de correr la cortina del baño o de mirar sobre mi hombro. No pasa una semana sin que sienta que alguien está oculto en el cubo de la escalera. Hay noches en que despierto y creo escuchar ese zumbido a lo lejos, a punto de llamarme.
Me gustaría pensar que María Bazán me está asustando despúes de contarme una historia, que se está riendo de mí y que después va a llenarme de besos. Pero si es así, si se trata de ella, lo volverá a hacer mañana.
viernes, octubre 06, 2006
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4 comentarios:
Uyyy que aguante, yo hubiera corrido a la primera y definitivamente no hubiera escuchado a Maria Bazan luego de la 1ra vez...
Pero así es el miedo. Tiene un efecto hipnotizante.
Gracias por la visita, Princess.
Eso es lo bueno de escuchar una historia mil veces... en el momento resulta un poco aburrido e incluso puedes llegar a decir: ¡eso ya lo sé! pero cuando te das cuenta ya tienes un racimo de hermosos detallitos y curiosidades que arman tu mundo y el de nadie más.
Espeluznantes detallitos, querrás decir (jijiji). Y me encanta compartilos contigo, Almita. Me alegra que me dediques algunos de los momentos que la pequeña te deja libres. Besos para las dos.
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