No hay día que no piense en lo que dije y no debí, lo que pude haber dicho y no me atreví. Las mil posibilidades de lo que pude haber hecho a partir de cada uno de los momentos de ese día: cuando me levanté, cuando estuve a punto de llamar por teléfono, cuando salí de la galería, cuando entré al antro, cuando salí de ahí, cuando estuve pateando piedras y llorando en Reforma, cuando llegué a mi casa y (oh, por dios) cuando volví a salir.
Recién estoy viviendo la noche número 11 del año y sé que ese torbellino que a veces ataca mi cabeza no tiene sentido. Pero intentar acallarlo es inútil. Lo mejor que puedo hacer es rodearlo sin prestarle atención para seguir con todo lo demás, que es más importante y por mucho. Aunque a veces no puedo, el dolor y la humillación me invaden y no encuentro la salida.
Tardé en aceptar que esta historia nunca tuvo nombres propios. Sólo se necesitaba alguien que ofreciera una evasión y alguien más que pareciera estar escuchando, poniendo atención. Ambos hubiéramos aceptado a casi cualquiera de contraparte. Pero esto no ocurrió con nadie más, ocurrió con nosotros y después de tanto tiempo, tantas historias, tantas idas y vueltas (capítulos, les decías) ya estamos indeleblemente grabados en la memoria del otro. Sé que no estás sólo ahí, pero todos los días me propongo desterrarte de todos los demás sitios. No quiero conservarte en ningún otro, carece de sentido.
Una vez más falté a mi palabra: ya no sonrío cada que pienso en ti.
martes, octubre 03, 2006
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