jueves, agosto 24, 2006

José

José me preocupa. Ya van dos veces en la última semana que se orina fuera de su arena. La primera vez lo hizo con total descaro, en mi cara. Quedé tan sorprendida de su desfachatez que ni alcancé a reaccionar. Solo manoteé incoherentemente, si se puede. En cambio él, ni me miró. En aquella ocasión justifiqué sus acciones (y de refilón las mías): su arena no estaba en las mejores condiciones y esa era su manera de protestar ante mi descuido. Vaya y pase.

Ayer volvió a hacerlo y debo decir que su arenero estaba impecable. Esta vez no lo pesqué con las manos en la masa, pero no hacía falta. Mientras limpiaba me acordé de Giuseppe, el gato de una amiga muy querida. Giuseppe gustaba de esta clase de happenings. Traía en jaque a toda la familia; nunca sabían ni cuándo ni dónde iban a encontrar la siguiente sorpresa. Mi amiga atribuía todos estos episodios a la avanzada edad del minino. De inmediato pensé: “Pero Giuseppe sí estaba viejo, en cambio José solo tiene...”. Ahí me paré en seco y empecé a hacer cuentas. Brenda trajo a José un febrero, pero no recuerdo con exactitud de qué año. Fue cuando Hugo y yo vivíamos en el centro y creo que cuando estalló la huelga José ya estaba en casa. Eso ubica su arribo en el 99. Sin embargo, no llegó recién nacido; según los cálculos de Brenda, José tenía unos dos años en aquel entonces. Eso lo coloca en las puertas de su décimo aniversario. Es como si cualquiera de nosotros estuviera a punto de cumplir 60 años.

Llegué a pensar que José no hacía más que reclamar su territorio, no solo en el espacio sino también en el tiempo. Ahora estoy más en casa y eso quizá lo desconcierta. Cierto que le aprovecha la mayor oportunidad tengo de apapacharlo, pero hay días en que no hago más que moverlo de un lado para otro y no lo dejo dormir en paz. O quizá la segunda ocasión no fue él, sino aquel gato pardo que a veces baja en busca de comida. No lo sé, quizá haya otra explicación. Creo que si trato de sacarle la vuelta a la cuestión de su edad es porque me hace pensar en la mía.

Hay días en que nuestra convivencia se torna difícil. Él quiere entrar al estudio, que es donde yo paso la mayor parte del tiempo, pero no puedo permitírselo debido a su afición a roer cables y rasgar papeles. A veces quiere acomodarse en mi regazo justo cuando voy a levantarme o yo quiero ocupar el sillón donde él está dormido. Además, con mis nuevos horarios, he retrasado su bocado casi dos horas y eso debe parecerle una falta imperdonable.

También pienso en mis planes. Si me voy de viaje, ¿dónde encontraré alguien que venga a cuidarlo, a ver por él y dejarlo estar, en el entendido de que la casa es de él, de José? ¿Y si algo le pasa cuando yo no esté?, ¿y si al regresar él no está más? En esta ocasión sólo se trata de un mes o así, pero ¿que pasará cuando mi ausencia sea más larga?

Lo quiero y no lo quiero. José es una constante alrededor de mí, estoy acostumbrada a él. Reconozco que nunca lo he mimado ni consecuentado demasiado, no soy muy dada a las demostraciones de cariño. Pero me gusta saberlo a mi alrededor y él cuenta conmigo en todo momento. Cuando se ha enfermado o lastimado, cuando no ha vuelto a casa, he estado con el alma en un hilo. Me gusta oirlo ronronear y que camine sobre mí en las noches. Tampoco me importa que me arañe cuando lo cepillo; me doy cuenta cuánto lo disfruta y soy incapaz de negarle ese placer. Ya cicatrizarán las heridas.

Lo nuestro me hace pensar en lo que decía Rilke: “dos soledades protegiéndose, completándose, limitándose e inclinándose una ante otra”. No hago mas que idealizar, lo sé. Pero es mi gato. No, no; no es mi gato. Es José. Y últimamente me preocupa.


2 comentarios:

lagartija dijo...

José es divino!! y por cierto, si tienes que salir de viaje (y estás viviendo en el DF) yo puedo cuidarlo! amo a los gatos! (y soy un gato confiable también).

Saludos.

Grimalkin dijo...

Sí, José es fenomenal.

Y mil gracias por la oferta.