domingo, octubre 14, 2007

Cinco días


Hace ya tres semanas que lo encontré. Era un domingo cualquiera en los que hacía otro de mis desesperados esfuerzos por llegar a tiempo al teatro. Salí a la calle y vi que algo se movía en la jardinera del antro que está junto a mi casa. Por un momento creí que era una rata o algo igual de desagradable. No, era un gatito. Blanco y muy pequeño se retorcía desesperado buscando algo que le fuera familiar. Lo admito, estuve de pie frente a él más de un minuto tratando de ignorarlo. Sabía perfectamente qué iba a pasar si no seguía corriendo en ese momento. Todo fue en vano. Me fui de vuelta a la casa a buscar una caja de zapatos y una toalla.

Mientras trataba de mantenerlo caliente caí en la cuenta de cómo el gatito había llegado a la jardinera. Hacía tiempo que la gata que ronda mi azotea andaba con una panza descomunal, señal inequívoca de su malhadada preñez. Seguramente había dado a luz la noche anterior en el techo del antro y en algún descuido el gatito había caido a la calle.

Pasé todo el domingo tratando de mantener caliente al gatito. Lo envolví en una toalla debajo de la cual puse una botella con agua caliente y tiras de papel periódico. Instalé su caja junto a mi cama no sin antes mostrárselo a José. Lo miró extrañado durante un rato, sin saber qué era eso que yo sostenía en la mano. Se diría que no se atrevía a olerlo. Cuando por fin lo hizo se alejó indiferente, pero pasó toda la semana durmiendo en la sala. No sé si ya me perdonó por todo esto.

Me inquietaba mucho la forma en que el gatito se movía, desesperado. No paraba ni un segundo y tampoco dejaba de chillar. Después de acariciarlo lo bastante me convencí que no tenía nada roto. Era más o menos razonable, con apenas un día en el mundo el gatito todavía era de hule. También era un alivio que se contorsionara tanto, no hubiera podido hacerlo de sentirse demasiado mal.

Lamentablemente mis primeros esfuerzos por alimentarlo fueron infructuosos. Lo intenté primero con una jeringa, luego con la punta de mis dedos. Después de un rato fui poniéndome gotas de leche en la palma de la mano por donde el gatito se acercaba. Si se tomó dos fueron demasiadas. Huelga decir que acabé toda embarrada.

El lunes me fue mejor con un gotero y leche casi caliente, pero seguía demasiado inquieto. Sólo se tranquilizaba si lo cargaba o lo dejaba sobre mis piernas. Para la noche ya succionaba leche por sí solo y dormía a ratos. El martes le conseguí casa. Aunque tenía que cuidarlo hasta el fin de semana todo pintaba muy bien.

El miércoles me afané porque comiera bastante por la mañana ya que estaría fuera todo el día. Lo tapé muy bien y reforcé las paredes de su caja, de por sí altas, para que no se saliera de ella. Me fui creyendo que no habría ningún problema. Sabía que al regresar iba a encontrarlo hambriento, pero no pasaría de ahí. Mentira.

Cuando llegué a casa calenté su leche antes de subir. No me extrañó no escucharlo llorar, el pobre ya estaría cansado de llamarme sin éxito todo el día. El corazón se me fue al piso cuando vi su caja vacía. Empecé a buscarlo y lo hallé debajo de mi cama, frío, tembloroso pero aún con vida. Imposible saber cuánto tiempo llevaba en el suelo, helado. Lo envolví en su toalla, le lavé la boca que tenía llena de pelusa y traté de reanimarlo. Sólo parecía reaccionar a mi aliento, así que lo envolví bien y lo llené de vaho. Después de un rato le puse leche en la punta de la nariz e hizo un ligero intento por sorberla. Cuando lo vi un poco mejor le acerqué el gotero y parecío aceptalo pero no pudo succionar por sí mismo. Cada que habría la boca le dejaba caer una gota de leche dentro y poco a poco fue entrando en calor. Le arreglé una caja nueva, más alta que la anterior y me propuse mantenerlo caliente. Debo haberme despertado unas cinco veces esa noche para revisar que estuviera bien y darle de comer.

A la mañana siguiente seguía conmigo. Recordé un cuento de Benedetti y me fui a clase de francés un poco más tranquila. Todo fue en vano. Al volver lo encontré completamente quieto, respirando apenas. Lo sostuve en mis manos alrededor de media hora hasta que me convencí que estaba muerto. Después lloré a mares.

No sé que vi ese día en clase de italiano.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

A veces "todo lo posible" no es suficiente. ¿Pero qué nos queda, mas que seguir haciéndolo?

Grimalkin dijo...

Pasar de largo y perder el alma, supongo.

doris dijo...

Uyyy que linda historia.... no me queda más que agradecer por saber que aún existen personas que tienen un buen corazón y se apiadan de estos pobres e indefensos animalitos...conmovedora historia...que bueno que este ser vivo pudo morir con dignidad y amor sus últimos días de vida.. Gracias a ti por dárselo!
Doris

Quien Resulte Responsable dijo...

Pobre gatito. Estaba condenado, y no había nada que pudieras hacer porque no sabías qué hacer por él.

El gato más joven que he criado tenía dos semanas, y era una gata, la Negra. La condenada gata llegó a mis garras siendo una bolita peluda que ni siquiera podía tomar leche sola y a quien tuve que alimentar con un biberón de juguete durante 3 semanas, hasta que aprendió a comer croquetas remojadas. La gata dormía conmigo y cuando tenía hambre me mordía la nariz, para luego irse a dormir al cajón de mis calcetines.

Más o menos cuando le cambiaron de color los ojos mi casa se liberó de grillos y cucarachas.

Y luego dicen que los gatos negros son de mala suerte...

Unknown dijo...

Ya me hiciste llorar. Te mando un beso.

Grimalkin dijo...

Otro para ti.