No están ustedes para saberlo ni yo para contarlo, pero desde hace mucho tiempo tengo problemas con qué y cuánto como.
Recuerdo que cuando estaba en la universidad me pasaba días sin comer, un par como mínimo. No quería bajar de peso ni nada semejante, aunque eso ocurrió de cualquier forma. De hecho no estaba muy conciente de lo que hacía, sólo pasaba. Esos periodos estaban combinados con unos atracones fenomenales. No era que el hambre acumulada me fustigara repentinamente. A veces pasaba que mi hermano empezaba a prepararse algo y yo andaba por ahí. Como los adolescentes son muy prácticos hacíamos una sola cosa rica y abundante. Pasta, huevos revueltos, chuletas ahumadas, lo que fuera. Me sentaba y me lo comía todo. Así nomás, un poco sin chiste.
Mi novio de entonces se encargó de ir enderezando las cosas. Me preguntaba si tenía hambre, cuántas horas llevaba sin comer y me sentaba a la mesa, muchas veces en contra de mi voluntad. Empecé a cocinar con más cuidado y a llevar un poco de orden por cuenta propia. Tengo una caja llena de revistas de cocina que empecé a comprar por esa temporada. Las hojeaba buscando cosas que valieran la pena y que de veras se me antojaran. Así era más fácil, pero todavía tenía problemas. Me costaba trabajo ser consecuente con mis sensaciones: comer si sentía hambre, detenerme cuando ya no. Esa es todavía una de mis dificultades.
Cuando estuve casada no tuve muchos problemas. Todo fue bastante tranquilo. Cocinaba y comía tan regularmente como mis estudios de maestría me lo permitían, pero era cotidiano hacer dos comidas decentes. De vez en cuando intentaba huir de la mesa del desayuno, pero en casa no me daban oportunidad. Pese a todo, era común que despertara con naúseas y ganas de vomitar. Imagino que mis jugos gástricos empezaban a hacerme daño, pero no todo el que hubieran podido si yo hubiera seguido sin comer.
Ahora que lo pienso, el inconveniente de esa temporada fue que me acostumbré a que me dieran la comida. Mi mamá, mi suegra, mi marido, la mesera o el taquero, alguien ponía la comida delante de mí, mucha o poca, y yo no chistaba porque tenía que comer. Nunca nadie me decía que me detuviera ni a mí se me ocurría, pero empezaban a hacerse más frecuentes las ocasiones en que comía demasiado.
Caí definitivamente en el extremo opuesto cuando me divorcié. Recuerdo que llegaba del trabajo y me sentaba en la cocina con una bolsa de pan y un tarro de miel, un bote de helado o la caja de zucaritas y la leche. Lloraba y comía, comía y lloraba hasta que me caía de sueño. Al día siguiente salía de casa sin desayunar, me la pasaba picando entre comidas, a medio día compraba cualquier cosa y en la noche me acomodaba en la cocina otra vez.
Dejé de cocinar por mucho tiempo. Sí me preparaba algunas cosas era porque el sabor de la comida rápida o de fonda siempre me ha cansado más o menos rápido. Pero sólo hacía algún guisado cada 10 días o así. Ya no había orden, ya no era constante. Las veces que me propuse regresar al buen camino iba de compras como solía hacerlo, pero el impulso se me acababa pronto. Al poco tiempo las verduras se ponían amarillas o la carne empezaba a oler mal. La mayor parte de lo que había metido en el refrigerador terminaba en la basura.
Luego empecé a preocuparme por mi peso y me volví ansiosa respecto a la comida, a sentir culpa por comer. Hace no mucho estuve viendo a un nutriólogo. Aprendí qué es lo que tengo que comer y porqué, al grado que reconozco rápido y bien los grupos de comida, las porciones que debo comer y todo eso. Sin embargo me cuesta mucho trabajo apegarme al plan, sobre todo si estoy en compañía. Acepto con demasiada facilidad lo que me ofrecen o ponen delante. Sé que la responsabilidad es solo mía, pero he llegado a desesperarme con los demás por ello.
Aunque voy sintiéndome mejor aún tengo problemas, entre ellos úlcera y colitis nerviosa. Además últimamente sufro de lo que llamo el Síndrome del refrigerador vacío: mi ansiedad por comer aumenta conforme mi refrigerador tiene menos cosas. Cuando siento hambre voy al refrigerador, si lo veo lleno como lo que necesito y no mucho más. Pero si lo encuentro vacío como de más. No importa que todavía quede suficiente para comer bien durante el día, me la paso dando vueltas por la cocina buscando otras cosas que pueda comer. Irremediablemente termino yendo a la tienda de a la vuelta a comprar algo dulce o grasoso con el pretexto de que la comida está acabándose. Puras patrañas.
Por eso esta tarde fui al supermercado, pese a que no pensaba salir de casa. Hice la compra de la semana por 85 pesos. Al llegar a casa arreglé todo lo que había comprado para ir usándolo más fácilmente y evitar desperdiciarlo. Congelé las tortillas, asé y pelé los chiles poblanos, limpié los champiñones y los rebané, puse el brócoli a cocer al vapor y herví los nopales. Hasta rebané las cebollas de rabo. La pasta me gusta recién hecha y hoy no compré carne, así que acabé más o menos rápido.
Para comer le puse más calabacitas a un consomé que me dió mi tía y preparé unas enchiladas verdes con pollo. Comí rico y bien haciendo lo que se supone que debo. Pero siempre me queda la duda de hasta cuando me va a durar el gusto de portarme así.
sábado, noviembre 17, 2007
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4 comentarios:
Ya nos platicarás y lo veremos, yo tengo una sorpresa para mañana. Me pregunto si las tortas mañaneras se acomodarán de manera adecuada en tu dieta.
Y las demás cosas que escribí eran producto del enojo que siento hoy hacia los hombres, así que me auto-censuré.
¡Te quiero bonita! Te veo mañana, ya te extraño.
Una dieta no es suficientemente buena si no admite una torta de vez en cuando (:
Besos. Por todo.
Me gustan tus caritas "al revés"; porque me hacen pensar más en ellas.
El chocolate con agua debe ocupar también un lugar en la dieta básica.
Te quiero montoncitos.
¿Con hielito o sin hielito? Jaja.
Besos, pequeña.
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