Cuando escucho a David Bowie, inevitablemente pienso en él. No puedo evitarlo, es de mis reflejos condicionados más marcados y creo que de los más frescos también. Lo conocí una tarde por casualidad y estuvimos frecuentándonos un tiempo demasiado breve. De él aprendí mucho en esos días. Música, filosofía, pintura, poesía. La forma en que estructuraba sus ideas y las hacía fluir era lo más fascinante.
Era extraño saber su mirada lejos de mí, sin importar que estuviera viéndome a los ojos. Había días que le daba a sus palabras un ligero tono de desdén que a mí me resultaba doloroso. Además, cualquier cosa que yo dijera era finamente eludida por su discurso y, si acaso valía la pena, integrada como si hubiera surgido del paisaje. Nada más. Si alguna vez me escuchó con atención fue la tarde que le hablé de Brueghel, pero después no volví a verlo. Se fue a Londres sin despedirse. Supe que sólo se había llevado lo indispensable y, obviamente, yo nunca cupe allí.
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