Tuve una suerte increíble con el clima. Estuvo despejado, con calorcito y sin lluvia. Después de una caminata de hora y media llegué a una catarata de agua helada que golpeaba durísimo. El masaje resultante estuvo genial. Después de todo el tiempo que he estado sentada viajando necesitaba algo como eso. Continué el camino hasta llegar a la catarata siguiente, linda también. No llegué hasta la tercera porque el camino era demasiado resbaloso, pero valió la pena.
La vista allá es maravillosa porque las nubes tocan todo el tiempo unas montañas verdísimas y se mueven con rapidez. De pronto cubren todo y no puede verse nada y después se elevan revelando nuevos colores.
También dormí feliz y relajada como pocas veces. Descansé muchísimo y me levanté casi al alba. Hacía un poquito de frío, rico como para terminar de despertar. Salí a la calle y me tomé un cafecito caliente con pan y queso.
Disfruté más el camino de regreso que el de ida. Los cambios de paisaje son aún más vertiginosos en la carretera, por los choques entre los distintos microclimas. En ocasiones no podía verse nada por la neblina; apenas se distinguían los vehículos que venían hacia nosotros. De repente, después de una curva o una cuesta, el cielo se abría y la claridad lo llenaba todo. Íbamos del frío al calor en un momento y de vuelta al frío otra vez. Se podía ver un poco de nieve en los picos, caidas de agua, un par de lagos y un río inmenso a la vera del camino.
Ahora estoy de vuelta en La Paz, feliz y exprimiendo este viaje hasta su última gota.
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