Los personajes de El Codex Romanoff, religiosos casi todos, utilizan la cocina como medio para sublimar sus pasiones reprimidas. Mientras se susurran recetas prohibidas al oído, su imaginación los llena de sabor y de placer. También de amor. Comparten, experimentan, se reconocen con el alma y sobre todo con el cuerpo. Crean un vínculo que se fortalece en la intimidad del confesionario, en la soledad de las celdas, en el silencio de los pasillos conventuales, en su comunión con Dios. El cocinero busca agradar, provocar, perdurar en sus comensales. Ellos, indefensos y débiles ante la tentación, se abandonan a ella sin reservas.
Así es el amor. Buscas estremecer, adentrarte en el otro y dejar grabado tu sabor. Quieres que te recuerde y vuelva a tí a probar lo que le ofreces. Preparas los encuentros, los saboreas de antemano, los disfrutas poco a poco para después revivirlos en la memoria. Pasión y deseo apenas contenidos. Las caricias, los besos, la piel y el sudor se mezclan en una creación delirante que paladeas con embeleso. Dejas que la delicia invada tu cuerpo, recorra tu piel y te arranque gemidos en la intimidad de ese claustro de cuatro paredes, sobre ese altar de sábanas erigido por ambos. Tu boca y tus manos buscan incansables provocar sensaciones que te graben con fuego en su piel. Lo recorres confiando en tu instinto, lentamente y con desenfreno. Cierras los ojos y te dejas hacer. Su escalofrío confirma que has encontrado el punto exacto, la combinación perfecta e irrepetible. Mientras, su sabor penetra tus sentidos, su calor traspasa tu cuerpo, el mundo explota y te entregas sin que nada más importe. Ni siquiera la perdición de tu alma.
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