lunes, noviembre 19, 2007

Asueto

A veces hago como los niños, los días libres me levanto exageradamente temprano.

Cuando eramos chiquitos y todavía vivíamos aquí en el D.F., mi hermano y yo nos bajábamos a la sala a ver caricaturas. Dice mi mamá que desayunábamos plátanos y jugo de naranja mientras ella seguía durmiendo.

Si estábamos en Cuautla nos salíamos al patio. Teníamos particular cuidado con la puerta de mosquitero porque rechinaba feo y se azotaba si la dejábamos irse así nada más. Despeinados y bostezando, iban poco a poco apareciendo el resto de mis primos. Todos bien tapados, eso sí. Esas mañanas las recuerdo mejor. En el aire había cierta bruma, quizá por la hora, quizá por el río cercano. Mi abuelita nos mandaba lejos para que nos despertáramos a nadie. Ella era la única despierta, siempre ha tenido insomnio.

Me gustaba ver el rocío en las hojas y no escuchar nada. En un lugar con casi veinte personas se aprende a valorar el silencio, aunque sólo se tengan seis años. Después me gustaba correr del ciruelo hacia el portón. Bajaba por una pendiente que hoy me parece ridícula para sentir como perdía control de mis pasos, cada vez más acelerados. ¿Y si me tropiezo?, ¿y si me raspo muy feo? Qué bonito es sentir el aire en la cara, el pecho agitado, los ojos fríos. Más rápido, más rápido.

Así hasta que alguien despertaba y me gritaba obviedades: "¡Te vas a caer!". Pero eso nunca ocurrió.

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