martes, julio 08, 2008

Tiempo

Tengo hambre, estoy inquieta. Me gustaría que esta hora pasara sin más. ¿Por qué insisto en usar relojes de manecillas si no sé leerlos? Cada vez son más comunes los que no tienen segundero. Yo más de una vez he creido que no sirven, que se han detenido. Los que alcanzo a escuchar estando lejos, allá en mi muñeca, me causan sentimientos encontrados: a veces me desquician con su repetición incesante, como de gotera en medio del silencio de la madrugada; a veces agradezco que den muestra de algo constante en este mundo.

Han pasado seis minutos y ninguno. Por más que lo busco, no encuentro el regalo de este instante. Escarbar en el aire es una estrategia equivocada, pero insisto para conservar algo de cordura. Mi estómago reclama. Hay vacíos más vulgares que llenar que el de tu ausencia. Seis minutos más para olvidar tu aroma, otros seis para desvanecer el recuerdo de tus manos en mi espalda. El jugueteo de tu boca me llevará doce. Lo merece. A este paso te habrás ido cuando el checador cambie y nos deje salir de este edificio, como el vómito de corbatas grises y zapatos de tacón alto que somos.

La pantalla parpadea. La hora, con animación 3D y segundos incluidos aparece justo en el momento en el que el dolor me dobla. Esta punzada en el centro del abdomen está unida al recuerdo de mi madre, que me prohibió el café hasta los 15 años. Su gesto de reprobación, compuesto por unos ojos satisfechos y una sonrisa condescendiente, hacen que me lleva la taza humeante de nueva cuenta a los labios. Reacomodo mentalmente los tres pares de números que rebotan suavemente en los bordes de mi monitor y no alcanzo a representar las veces en que he desobedecido por deporte, no por convicción.

Ahora todo está obscuro, detenido. Incluso ese gato que me despedaza las entrañas se encuentra inmóvil. Siento que mi cabeza hierve y quiere estallar. Esta fuerza crece, me estruja, me expande y va a matarme. Quisiera entrar a mi cerebro y aliviar la presión a cualquier costo, pero la escena, bajo luz mortecina, de un empleado mal pagado que trata de despegar mis sesos de una alfombra luida, me frena. Caigo en la cuenta de que ya no hay tiempo, se ha acabado. Me tranquiliza recordar que sin tiempo no hay movimiento y que sin movimiento mis sesos no irán a ensuciar ninguna parte. Consuelo insuficiente, la explosión se hace inminente con cada pensamiento. La razón me abofetea con desprecio, me planta, no contesta ni mis llamadas ni mis ruegos, mientras la locura me abre las piernas, untuosa, tibia, deseable. ¿Hacia dónde?, ¿hacia dónde?, ¿hacia dónde?, ¿hacia dónde?, ¿hacia dónde?, ¿hacia dónde?, ¿hacia dónde?

Alivio. El segundero avanza. Al fin.

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